sábado, 12 de mayo de 2012
¿Qué se pierde con Caloi?
Me atrevo a decir que a mediados de los ‘60, el dibujo humorístico argentino estaba muerto. No la historieta clásica, en la que siempre tuvimos grandes valores subvalorados, que más o menos se las rebuscaban y se la rebuscan aún hoy. Me refiero al dibujo humorístico, al que reivindico como una rama aparte, al menos en su expresión argentina, y al que hoy en día se lo tiene un poco de lado. Porque acordemos que hay una diferencia entre un dibujante que hace una historieta seria de veinte páginas, con personajes que lucen mas o menos como personas corrientes, dirigida a un cierto público, y el que goza de hacer cada día un chiste en un diario masivo: dos tipitos que se cuentan algo absurdo en uno o dos cuadritos, como mucho en una tira. Eso estaba muerto. Y tal vez también lo está ahora, pero es otro tema.
El que entonces quería hacer humor gráfico debía entrar a trabajar –luego de caprichosos exámenes- en alguna de las dos o tres editoriales que publicaban revistas de ese tipo, y en los que, lejos de trabajar con sus propias ideas, debían dibujar personajes que ya lucían ajados por el tiempo, pero a los que sus creadores habían decidido mantener tal cual los habían concebido. El dibujante debía ceñirse a una serie de reglas de la editorial, a fin de conservar el estilo y la intención delineadas décadas atrás. Aunque en pleno Flower Power ya no sorprendía un cacique millonario, ni señores que se babeaban mirándole los tobillos a chicas pulposas.
Y por allí andaban estos muchachos, que miraban las historietas que podían conseguir, muchas veces sin demasiado acceso a una formación profesional, e intentaban imitar a Breccia, o a Pratt, o a Salinas. Pero a la vez se empezaban a burlar de esos argumentos trillados de cowboys, de policías duros, de formatos trasplantados de los Estados Unidos, y como Les Luthiers con la música, empezaban a satirizarlos.
Claro, no todos tenían el trazo de aquellos de los que abrevaban, y ahí se las empezaron a arreglar con estilos que estaban en boga por esos tiempos. Mas despojados, menos barrocos, con menos empaste de tinta, donde se notaba más que detrás de la pluma había un ser humano, con temáticas mas cercanas a lo que ocurría en la calle, donde el fin último del dibujo no era necesariamente este hiperrealismo insoportable al que hoy hemos regresado. Y ¡milagro!: algo apareció. Por afuera de la “Academia” algo había aparecido. Y, segundo milagro, hubo quienes empezaron tímidamente a publicarlo tras un milagro previo llamado Mafalda.
Y Caloi te dibujaba un tipo que decía “en este barrio”, y señalaba un fondo de cuadrito totalmente blanco. Alguna vez tanto él como Fontanarrosa confesaron que lo hacían por la pereza que les provocaba tener que dibujar un barrio. Pero eso ¡era un estilo! tan respetable como el que dibujaba hasta el último ladrillo de una escena.
Y aún cuando finalmente lo dibujó, majestuosamente, el barrio de Caloi era ese de viejas casonas, de conventillos venidos a menos, de farolitos en las calles, de molduras en los balcones, de parras que daban sombras. Esa Buenos Aires que de a poco era reemplazada por la ciudad impersonal que es hoy.
Por suerte, este humor gráfico, multiplicado entre todos los que lo practicaban encontró un milagro más: un público que aceptó ese modernismo despiadado y empezó a consumirlo. En algún momento, la última página de Clarín, plagada de tiras norteamericanas comenzó a dejar lugar a esos pibes que hacían un humor gráfico criticable tal vez en muchos aspectos, pero que era netamente argentino. Y eso es lo que Caloi contribuyó a establecer. Eso es lo que perdimos hoy. Un tipo capaz de delinear un humor gráfico con características propias y cercano a los argentinos. No faltaron quienes le decían a Caloi que él tenía un sello de Clemente, y lo ponía cuadrito tras cuadrito con distintos textos, pero más allá de la pereza a la que siempre aludía, ¡era su necesidad estética! Hoy en día, un pibe que dibuja asegura seguir el estilo de, digamos, Halston McCree, aquel dibujante irlandés creador de la desenfadada “The poorest years”, donde se cuestiona duramente el “american way of life”, y los diez tipos que conocen a Halston McCree exageran una fascinación que los lleva a agotar los quince ejemplares editados del fanzine donde un dibujante argentino finge o al menos intenta continuar un estilo extranjero en los tiempos en que gracias a Internet podemos tener acceso a cualquier dibujante de cualquier parte del mundo. Y el pibe que sigue el estilo de Halston McCree cree ser una instancia superadora de lo que sus pares han hecho, hasta que a Halston McCree lo conozcan mas de diez personas, porque –admitámoslo- La admiración por el modelo es inversamente proporcional a su éxito por estas tierras. Nuestros hijos miran dibujos animados en los que deben hacer un curso acelerado de campus, preparatorias, días de acción de gracias, beisból (con acento en la “o”), nerds y problemáticas foráneas con acento neutro. Caloi, Crist, Bróccoli (tan injustamente olvidado), Viuti, Tabaré, Fontanarrosa y todos los que desfilaron por esa última página, hoy devaluada, mas tantos otros que se fueron sumando, nos sumergieron en un estilo propio y a la vez común a todos nosotros. Llevaron lo “Nacional y Popular” más allá de un slogan.
Muchos de ellos resistieron la dictadura. Y tuvieron que refugiarse en revistas de circulación restringida, pero aún ahí los fue a buscar el lector. Es que esos dibujos éramos nosotros. Eso es lo que se empieza a perder cuando tipos como Caloi nos dicen adios casi sin avisar.
No es que su lugar no vaya a ser ocupado por nadie. El problema es que los editores de hoy en día acaso no tengan la misma arrogancia visionaria de aquellos que hace como cuarenta años los dejaron pasar a la página de los chistes diarios.
Hoy hay muchos dibujantes humorísticos cuya pretensión de ser llamados “artistas” supera a la de resolver bien el chiste, cuya intención de ejercer un efecto aleccionador de sus capacidades sobre el lector está por encima de querer establecer la complicidad con el mismo, cuyas múltiples obligaciones les impiden concurrir a dar una charla a la que aún no han sido convocados, plagiarios o cuya pretensión de emitir un discurso de pretensión política eclipsa la idea de constituir un chiste. Y a la vez, son estas mismas actitudes las que les hacen ganar una consideración desmedida, mucho antes en el editor que en el lector.
Dibujos actuales que pueden suceder en Buenos Aires, Tokio, Manchester o un suburbio de Pekin. Da lo mismo. Caloi y los de su tinta dibujaban cosas que sólo sucedían en la Argentina.
De aquella “generación dorada”, además de agradecimiento puedo ejercer el reproche, ya que la ocupación de espacios y el intentar mantenerse en los mismos durante los tiempos negros no permitió que los que veníamos detrás pudiéramos hacernos de nuestros espacios y desarrollarnos. Peor aún: la casi nula tendencia a estirar una mano hacia aquel que, en definitiva y gracias a ellos mismos, podían intentar desarrollarse en esta hermosa profesión.
A mi se me hace cuento que algún día iba a estar hablando de la muerte de Caloi. Ese tipo que está presente cuando dibujo, porque estaba entre los que me quería parecer.
El que entonces quería hacer humor gráfico debía entrar a trabajar –luego de caprichosos exámenes- en alguna de las dos o tres editoriales que publicaban revistas de ese tipo, y en los que, lejos de trabajar con sus propias ideas, debían dibujar personajes que ya lucían ajados por el tiempo, pero a los que sus creadores habían decidido mantener tal cual los habían concebido. El dibujante debía ceñirse a una serie de reglas de la editorial, a fin de conservar el estilo y la intención delineadas décadas atrás. Aunque en pleno Flower Power ya no sorprendía un cacique millonario, ni señores que se babeaban mirándole los tobillos a chicas pulposas.
Y por allí andaban estos muchachos, que miraban las historietas que podían conseguir, muchas veces sin demasiado acceso a una formación profesional, e intentaban imitar a Breccia, o a Pratt, o a Salinas. Pero a la vez se empezaban a burlar de esos argumentos trillados de cowboys, de policías duros, de formatos trasplantados de los Estados Unidos, y como Les Luthiers con la música, empezaban a satirizarlos.
Claro, no todos tenían el trazo de aquellos de los que abrevaban, y ahí se las empezaron a arreglar con estilos que estaban en boga por esos tiempos. Mas despojados, menos barrocos, con menos empaste de tinta, donde se notaba más que detrás de la pluma había un ser humano, con temáticas mas cercanas a lo que ocurría en la calle, donde el fin último del dibujo no era necesariamente este hiperrealismo insoportable al que hoy hemos regresado. Y ¡milagro!: algo apareció. Por afuera de la “Academia” algo había aparecido. Y, segundo milagro, hubo quienes empezaron tímidamente a publicarlo tras un milagro previo llamado Mafalda.
Y Caloi te dibujaba un tipo que decía “en este barrio”, y señalaba un fondo de cuadrito totalmente blanco. Alguna vez tanto él como Fontanarrosa confesaron que lo hacían por la pereza que les provocaba tener que dibujar un barrio. Pero eso ¡era un estilo! tan respetable como el que dibujaba hasta el último ladrillo de una escena.
Y aún cuando finalmente lo dibujó, majestuosamente, el barrio de Caloi era ese de viejas casonas, de conventillos venidos a menos, de farolitos en las calles, de molduras en los balcones, de parras que daban sombras. Esa Buenos Aires que de a poco era reemplazada por la ciudad impersonal que es hoy.
Por suerte, este humor gráfico, multiplicado entre todos los que lo practicaban encontró un milagro más: un público que aceptó ese modernismo despiadado y empezó a consumirlo. En algún momento, la última página de Clarín, plagada de tiras norteamericanas comenzó a dejar lugar a esos pibes que hacían un humor gráfico criticable tal vez en muchos aspectos, pero que era netamente argentino. Y eso es lo que Caloi contribuyó a establecer. Eso es lo que perdimos hoy. Un tipo capaz de delinear un humor gráfico con características propias y cercano a los argentinos. No faltaron quienes le decían a Caloi que él tenía un sello de Clemente, y lo ponía cuadrito tras cuadrito con distintos textos, pero más allá de la pereza a la que siempre aludía, ¡era su necesidad estética! Hoy en día, un pibe que dibuja asegura seguir el estilo de, digamos, Halston McCree, aquel dibujante irlandés creador de la desenfadada “The poorest years”, donde se cuestiona duramente el “american way of life”, y los diez tipos que conocen a Halston McCree exageran una fascinación que los lleva a agotar los quince ejemplares editados del fanzine donde un dibujante argentino finge o al menos intenta continuar un estilo extranjero en los tiempos en que gracias a Internet podemos tener acceso a cualquier dibujante de cualquier parte del mundo. Y el pibe que sigue el estilo de Halston McCree cree ser una instancia superadora de lo que sus pares han hecho, hasta que a Halston McCree lo conozcan mas de diez personas, porque –admitámoslo- La admiración por el modelo es inversamente proporcional a su éxito por estas tierras. Nuestros hijos miran dibujos animados en los que deben hacer un curso acelerado de campus, preparatorias, días de acción de gracias, beisból (con acento en la “o”), nerds y problemáticas foráneas con acento neutro. Caloi, Crist, Bróccoli (tan injustamente olvidado), Viuti, Tabaré, Fontanarrosa y todos los que desfilaron por esa última página, hoy devaluada, mas tantos otros que se fueron sumando, nos sumergieron en un estilo propio y a la vez común a todos nosotros. Llevaron lo “Nacional y Popular” más allá de un slogan.
Muchos de ellos resistieron la dictadura. Y tuvieron que refugiarse en revistas de circulación restringida, pero aún ahí los fue a buscar el lector. Es que esos dibujos éramos nosotros. Eso es lo que se empieza a perder cuando tipos como Caloi nos dicen adios casi sin avisar.
No es que su lugar no vaya a ser ocupado por nadie. El problema es que los editores de hoy en día acaso no tengan la misma arrogancia visionaria de aquellos que hace como cuarenta años los dejaron pasar a la página de los chistes diarios.
Hoy hay muchos dibujantes humorísticos cuya pretensión de ser llamados “artistas” supera a la de resolver bien el chiste, cuya intención de ejercer un efecto aleccionador de sus capacidades sobre el lector está por encima de querer establecer la complicidad con el mismo, cuyas múltiples obligaciones les impiden concurrir a dar una charla a la que aún no han sido convocados, plagiarios o cuya pretensión de emitir un discurso de pretensión política eclipsa la idea de constituir un chiste. Y a la vez, son estas mismas actitudes las que les hacen ganar una consideración desmedida, mucho antes en el editor que en el lector.
Dibujos actuales que pueden suceder en Buenos Aires, Tokio, Manchester o un suburbio de Pekin. Da lo mismo. Caloi y los de su tinta dibujaban cosas que sólo sucedían en la Argentina.
De aquella “generación dorada”, además de agradecimiento puedo ejercer el reproche, ya que la ocupación de espacios y el intentar mantenerse en los mismos durante los tiempos negros no permitió que los que veníamos detrás pudiéramos hacernos de nuestros espacios y desarrollarnos. Peor aún: la casi nula tendencia a estirar una mano hacia aquel que, en definitiva y gracias a ellos mismos, podían intentar desarrollarse en esta hermosa profesión.
A mi se me hace cuento que algún día iba a estar hablando de la muerte de Caloi. Ese tipo que está presente cuando dibujo, porque estaba entre los que me quería parecer.
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